jueves, 21 de octubre de 2010

Conversación

Es sábado. El sol entra a raudales por el gran ventanal e inunda la habitación con un calor agradable que se extiende por todos los rincones. Alfonso se encuentra de pie junto al ventanal recibiendo de lleno los rayos de sol de manera que llega a percibir como penetran por los poros de su piel acunándolo. Es una sensación agradable, placentera, reconfortante. Alfonso observa más estas sensaciones que no lo que alcanza a ver con la mirada al otro lado del cristal, una amplia avenida sin demasiado tráfico por no ser día laboral y al otro lado de ella altos edificios con anuncios en las terrazas. Del abrazo del sol lo libera una voz conocida.

-¿Hola familia como estáis?
- Aquí estoy jodido.
A la pregunta genérica le contesta una voz nítidamente enferma desde la cama de la habitación. Es Juan, el padre de Alfonso.
- Venga, que no es para tanto. Le replica amablemente la voz conocida que pertenece al hermano de Juan, Isidro, que aunque es sincera no resulta tan reconfortante como los rayos del sol, al menos para Alfonso que ha dejado la proximidad al ventanal para saludar a su tío. También su madre, Amelia, se ha levantado para saludar a su cuñado.
- Y tu ¿Cómo vas cuñada?
- Aquí estamos, Isidro, aquí estamos.
Su voz suena como un lamento.
- Se te ve cansada, deberías irte a casa aunque fuera una noche.
- Eso le digo yo, que por lo menos una noche, hoy me puedo quedar yo.
Alfonso casi solapa sus palabras con las de su tío.
- Claro que sí, mujer. Tercia el enfermo desde su convalecencia.
- Pero si no estoy tan cansada, ¿Cómo voy a dejarte aunque sea una noche? Pero su contestación no ha sonado tan convincente como en días anteriores. La realidad es que está cansada, aunque en condiciones normales no aceptaría por nada del mundo que se tuviera que quedar su hijo a cuidar de su marido en lugar de ella ni una sola noche. La cuestión es que además del cansancio un dolor punzante le recorre la columna vertebral y le adormece la pierna izquierda, casi no puede ni estar sentada. De ahí su falta de convicción.

La pequeña muestra de debilidad la captan todos los presentes y aprovechan para convencerla de que se vaya a casa a descansar, y como al final da su brazo a torcer, sin pensarselo más, su cuñado le acompaña a la salida, no sin antes despedirse cariñosamente de su marido enfermo. Aún queda toda la tarde por delante, solo es el mediodía del sábado, pero no pueden dejar que recapacite y se encabezone en quedarse porque la realidad es que necesita el descanso en una cama y liberarse también de la tensión de los últimos días.

Prácticamente en el pasillo, se cruzan con otro hermano de Juan y su mujer que vienen a visitarlo. Aprovechando que su padre tiene nueva compañía, Alfonso sale de la habitación para recoger la bolsa que había dejado en el coche con la esperanza que su madre accediera a dejar el hospital por una noche y quedarse él al cuidado de su progenitor. Nada más salir de la habitación le invade el penetrante olor que desprende el centro sanitario, una mezcla entre medicamentos, enfermedades, esperanzas y tristezas. Un olor que lo acompaña hasta que deja atrás la puerta del edificio y se adentra en los jardines que lo circundan y que le recuerda la gravedad del estado de salud de su padre.

La tarde está cayendo. Las últimas visitas se han marchado poco tiempo después que las enfermeras han retirado la merienda. Cuando las primeras sombras de oscuridad se adentran en la habitación, Alfonso y su padre se quedan solos. Juan se ha quedado dormido, no profundamente, como atontado por la medicación y la calefacción. Alfonso lo mira por un instante y se deja caer en el sillón. Piensa en leer un poco, por lo que vuelve a levantarse para sacar el libro de la bolsa y también para encender una luz auxiliar que le permita descifrar las historias que guardan las páginas del libro. Su padre se remueve en la cama y en ese preciso momento, mientras se deja caer de nuevo en el sillón, piensa que posiblemente es la primera vez que estan solos los dos. Con el libro en la mano, pero sin abrirlo, intenta recordar algún momento que hubieran compartido en el pasado los dos solos, y se le hace difícil, imposible. Después de tantos años, parece que es la primera vez. Observa el cuerpo de su padre tendido en la cama y tapado con la sábana. Y le parece estar junto a un extraño. Sabe que no lo son. Que son padre e hijo, que a pesar de las numerosas discusiones y desencuentros siente un cariño por él especial, como no siente por nadie más en este mundo. Tiene conciencia que su padre, tras la apariencia ruda, también experimenta los mismos sentimientos. Pero a pesar del vínculo genético, son unos extraños. No recuerda haber tenido ninguna conversación en profundidad con él. Su padre pensaba que eso eran cosas de las madres, y el hijo lo rechazó inconscientemente desde su adolescencia. Lo cierto, y ahora tomaba conciencia por primera vez, es que desconocía tantas cosas de su padre como su progenitor de él. Alfonso vuelve a mirar hacia la cama donde Juan descansa. Ha perdido las ganas de leer. Apaga la luz y la penumbra se abalanza sobre toda la habitación pero hasta que no cierra los ojos no se disipan los neones de los anuncios de los edificios del otro lado de la avenida. No encuentra explicación a cómo han dejado pasar los años sin acabar con ese alejamiento real, ni siquiera percibirlo, al menos él. Decide que después de aquella primera noche que van a pasar los dos solos, será el momento de hablar con su padre para dejar de ser unos extraños. Ahora toca descansar y esperar que dejen de serlo antes que la salud de su padre se agrave irreversiblemente.

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